Hace un año callejeábamos por las calles de Valparaíso (Chile) camino al puerto. Allí nos esperaba el "Valdivia". Un enorme buque militar americano que ahora era propiedad del ejército chileno. Sería él el encargado de trasladar a la expedición de la Ruta Quetzal al objetivo del viaje: la Isla Robinson Cruse, en el archipiélago de Juan Fernández. Nos esperaban dos noches a bordo y un día de viaje de ida.
Recuerdo casi todos los detalles de aquella tarde. La jornada había comenzado de color gris en la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, pero el cielo se despejó para mostrarnos los vivos colores de Valparaíso. Recuerdo también la emoción que se apoderó de mi y del resto de expedicionarios. "Ya nos vamos, ya nos vamos" se oía por todas partes. Todavía puedo ver a los marineros del ejército esperando en la cubierta del buque mientras la larga fila de casi 300 personas se aproximaba por el muelle. Antes de subir, una biodramina a cada expedicionario. Más adelante nos quedaría muy claro el porqué. Una vez en la cubierta disfruté de uno de los mejores momentos del viaje: el buque zarpó y puso rumbo a aquella isla perdida mientras que el Sol, que poco a poco iba descendiendo, creaba destellos de luz dorada.
El viaje fue inolvidable. La misma tarde de zarpar ya nos dimos cuenta de que aquel océano de pacífico no tenía nada. El camarote (o sollado) era enorme, uno para todos los chicos de la expedición. Angustiosas literas de 4 personas. Y todo se balanceaba. Todo. Pero no importaba, nos dirigíamos a un lugar único. La auténtica recompensa por el trabajo realizado estaba cerca. Muy cerca.
Pero, como dijo Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otro momento.
Recuerdo casi todos los detalles de aquella tarde. La jornada había comenzado de color gris en la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, pero el cielo se despejó para mostrarnos los vivos colores de Valparaíso. Recuerdo también la emoción que se apoderó de mi y del resto de expedicionarios. "Ya nos vamos, ya nos vamos" se oía por todas partes. Todavía puedo ver a los marineros del ejército esperando en la cubierta del buque mientras la larga fila de casi 300 personas se aproximaba por el muelle. Antes de subir, una biodramina a cada expedicionario. Más adelante nos quedaría muy claro el porqué. Una vez en la cubierta disfruté de uno de los mejores momentos del viaje: el buque zarpó y puso rumbo a aquella isla perdida mientras que el Sol, que poco a poco iba descendiendo, creaba destellos de luz dorada.
El viaje fue inolvidable. La misma tarde de zarpar ya nos dimos cuenta de que aquel océano de pacífico no tenía nada. El camarote (o sollado) era enorme, uno para todos los chicos de la expedición. Angustiosas literas de 4 personas. Y todo se balanceaba. Todo. Pero no importaba, nos dirigíamos a un lugar único. La auténtica recompensa por el trabajo realizado estaba cerca. Muy cerca.
Pero, como dijo Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otro momento.
me sube la nostalgia por la garganta...
ResponderEliminary entonces yo me cago en los pantalones por no estar ahí de nuevo.
ResponderEliminary entonces se me cae la lagrimita al recordar lo que pisamos y lo que nos queda por caminar, lo que vivimos y lo que nos queda por contar.
:)
un tal ché