lunes, 4 de abril de 2011

Volver (es lo que quiero)

No soy un gran fan de hacer descripciones de lugares. Creo que nunca me ha gustado porque 1) no se me da bien y 2) prefiero lo que se mueve a lo que está quieto. Hoy, primer día de clases del tercer trimestre, haré una pequeña excepción. Son las ganas de estar allí las que me hacen escribir sobre esas casas que se juntan para formar un pueblo que está en medio de la nada y rodeado de todo.

Huele. Sí, el pueblo tiene ese característico olor de montaña, mezcla de hierba, hojas, madera, bosque, altura y pasteles de vaca. Cualquiera que haya estado en las montañas sabrá de lo que hablo. El olor impregna las pocas calles, o mejor dicho, los espacios que hay entre las casas, por las que se puede caminar admirando la antigüedad de las construcciones. Ninguna piedra es igual. En los tejados madera y tejas. Hay más silencio que personas. Un tímido campanario se asoma entre los tejados pero no puede ver que la pequeña iglesia que lo sujeta se está quedando jorobada después de tanto tiempo soportándolo. Perderse de forma involuntaria es imposible, hacerlo queriendo es más que recomendable.

Salirse de los límites del pueblo es adentrarse en la montaña. Prados verdes y caminos entre los árboles invitan a caminar horas y horas. Si vas bien acoMpañado, mejor. Uno sabe que el pueblo está alto, pero mucho más altas son las montañas que lo vigilan: el circo de Armeña, la sierra de Chía, el Rincón del Cielo, Cogulla y Gallinero. Guardianes de este lugar al que ya tengo ganas de volver.

También los perros son guardianes. Sí, esos de los que ya he hablado

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